top of page

Entrevista a Marina González

de Apodaca

Una rusa vecina vasca

 

Marina tenía diez años cuando cruzó el mar en barco –junto a cuatro mil niños– desde su tierra natal, España, para llegar a Rusia. Su padre había aceptado que sus dos hijos se fueran lejos de las bombas de la Guerra Civil Española. Sin saber nada por veinte años de su familia, Marina vivió un largo viaje –donde se convirtió en Marinka-, hasta llegar a la Argentina. Con algunos niños del Taller Los Teros la entrevistamos en su casa de Villa Elisa. 

-Marina, ¿fue a la escuela en medio de la guerra?

-Sí, iba a la escuela en Bilbao. Soy vasca. He vivido en Rusia desde los 10 hasta los 30 y desde 1957 vivo en Buenos Aires, pero nací vasca. Y las bombas caían, sí, camino a la escuela.

Graciela, la hija de Marina, ofrece galletitas y nos deja un mate que no tomaremos: nos sentimos adentro de una película que no queremos interrumpir. Marina tiene las uñas pintadas de rojo y está muy elegante. Pashka, el papá de Morena, una niña de Los Teros, es ruso, vino a la Argentina en 1987 y nos acompaña. Al llegar se saludan en ruso con Marina y luego le pregunta si ella vivió la Guerra Mundial en Rusia. Ella responde:

-Sí, fue muy bravo. Hasta entonces teníamos una vida de príncipes: qué bien nos recibieron en la colonia de niños de Odesa –fue una fiesta– y en las playas de Crimea. Veníamos con un hambre de España que nos parecía increíble poder comer todo el pan que quisiéramos, frutas y tomar chocolate caliente.

Fue en la colonia donde conoció a una niña española de quien se hizo amiga, Luisa. Una noche en que no podían dormir y charlaban en voz baja, una auxiliar rusa se acercó y con el dedo sobre los labios dijo: “Marinka, shhhhh…”. Luisa captó el nuevo nombre y dijo que le parecía lindo cómo sonaba.

Eran dieciséis casas de niños en toda Rusia. Marina fue destinada a la Número 3. Allí preparó una obra de García Lorca en las clases de teatro y aprendió a bailar la jota. Ahora no espera las preguntas y cuenta en tiempo presente:

-Antes de ir a dormir –bajo sábanas blanquísimas–, cantamos en ruso una canción alrededor de las camas. De pronto, el rum, rum de los aviones cruza la frontera y ya se siente el fuego. Al principio, de inconscientes, subimos a la terraza a ver el bombardeo.

El 22 de junio de 1941, el director de la colonia, les comunica el inicio de la guerra: las tropas nazis habían invadido el suelo soviético. Marina tenía 14 años. Hoy con 90, dice:

-Todo cambió para nosotros. Algunos educadores, como Aloysha y Olga, van a pelear al frente. Primero nos evacuaron por barco hasta Zaporozhie. Ahí subimos a un tren. Ese viaje fue interminable. Los niños hacen carreras con sus propios piojos dentro de una caja de fósforos. Lo intolerable era la sed. Nos daban dos vasos de agua al día. Por eso, cuando el tren paraba, nos tirábamos de los vagones e íbamos corriendo –porque teníamos miedo de que se fuera–, y agarrábamos nieve en una cantimplora y nos quedábamos con el tarro contra la panza hasta que se derritiera. Luego lo tomábamos. Qué diarreas... Los niños cogían disentería, tifus, tuberculosis: de todo nos agarrábamos porque la nieve tenía barro y hollín del tren. ¡Los que han muerto por el camino! Los que no entraban en las cajas, los doblábamos y los dejábamos allí. Tantas tumbas abiertas en el suelo congelado. Nosotros vamos en el tren y ciudad que dejamos, ciudad que es tomada por los alemanes. Cuando uno es chico, no se da cuenta de las barbaridades. Aprende a ponerse la máscara antigás cuando suena la triboga, la alarma de tres toques cortos, y a cavar trincheras con sus compañeros para luego meterse ahí dentro mientras dura el bombardeo.

Le preguntamos a Rodolfo, autor del libro sobre Marinka:

-¿Es cierto todo lo que leímos en el capítulo 1 y 6 del libro?

R:-Sí, claro. Todo me lo contó Marina. Yo le di forma de novela a su historia de vida pero ella se acuerda de todo, ¡con tanta precisión y detalle!

M: -Pues claro, hombre, ¡que a los 10 años ya te acuerdas de todo!

Sigue Rodolfo:

-La Segunda Guerra Mundial fue la más cruenta de todos los tiempos. Murieron más de 60 millones de personas, casi dos Argentinas. Y Marina pasó de una guerra a otra: de la Guerra Civil Española a la Mundial. A diferencia de mucha gente que sobrevivió a las guerras y no puede ni contar nada de sus experiencias, Marina nunca tuvo miedo de contar lo que vivió. Eso ha sido maravilloso para poder escribir este libro lleno de historias tristes pero otras muy alegres, porque Marina tiene un sentido del humor genial.

Nahuel, de Los Teros, le pregunta a Marina por su vida en Bilbao. Ella dice:

-Mi padre trabajaba en una fábrica de amianto. Mi madre había muerto cuando yo tenía 5 años y entonces vino mi prima Emilia desde Asturias a cuidarnos. Teníamos la suerte de vivir cerca de un refugio. Cuántas veces, bajando las escaleras de mi casa, ya nos teníamos que tirar cuerpo a tierra. Y era cada vez más cotidiano. Recuerdo el día que mi prima me había bañado y peinado y estábamos ahí y yo sólo pienso que se me hace tarde para tomar ese barco. Estaba contenta de hacer el viaje.

Fue el 13 de junio de 1937, el día que embarcaron en el transatlántico Habana, en el puerto de Santurce, en el norte de España y se adentraron al mar Cantábrico.

Dice Rodolfo:

-Marina se fue sola con la edad de ustedes –y señala a Nahuel, Morena y a Santiago I., que tienen entre 14 y 9 años–.Incluso evacuaban a más chiquitos, desde los 4. La llamaron por el número que tenía en la pechera a través de un altoparlante: el 1.391. Miren.

Rodolfo saca de una caja grande, fotos y recuerdos: allí está el pedacito de cartón gris, impecable, con el 1.391.

M: -Arriba del barco, vamos amontonados en el piso. Cómo lloraban todos. Al día siguiente yo también lloraba. Se me acercó una auxiliar a preguntarme qué me pasaba y le dije que quería volver a la calle Zabala 25 piso segundo mano derecha, así todo seguido lo dije. La muchacha me aseguró que ya mismo le diría al capitán que pegara la vuelta. Pero era sólo para tranquilizarme. Así se hizo el día en que llegamos, al puerto de Burdeos, en Francia, donde bajaron unos dos mil quinientos niños y el resto subimos a otro barco, al Sontay, un carguero francés con tripulación china, para llegar, más de una semana después, a Leningrado. Allí era  junio, era Béliye Nóchi, la noche blanca y era de día todo el día".

Santi I. dice:

-Mari, te traje algo.

Y le da dos muñequitos en miniatura de regalo. Nos sorprende. No sabíamos que los traía en el bolsillo. Marina se alegra muchísimo y agradece:

M: Ay, mi vida. ¡Gracias! Qué dulzura de niño.

Marina cuenta otra escena de su vida en la colonia rusa: están en el comedor y los niños que vinieron en el barco con sus padres, que son maestros y del Partido Comunista, se abrazan. Los niños que están solos, como ella, lloran. “Les prohibieron a esos padres que abrazaran a sus hijos delante nuestro porque nos hacía muy mal”, dice Marina y agrega: “Pero, ¡qué bien comíamos! Mantequilla, quesos, mermeladas, ¡carne! Me parecía estar dentro de un sueño. Al despertarnos y antes de desayunar, hacíamos gimnasia. Los maestros nos trataban muy bien. Eran españoles y algunos pocos rusos que nos fueron enseñando su idioma. De niño aprendes todo más fácil”.

-Y cuando llorabas, ¿quién te consolaba?

Marina dice con firmeza:

-No había mamá y papá para consolarnos. Quería volver con mi padre, mi hermano y mi prima, pero no había caso… Les escribí infinidad de cartas y durante casi veinte años no recibí respuesta ni ellos supieron nada de mí. Cuando lo logré, hacía cuatro años que mi papá había muerto. Pienso que murió de tristeza. Mi hermano me contó que mi papá había guardado un puro para fumárselo el día que nos reencontráramos…Félix se quedó solo en España y vino a Buenos Aires, a casa de una tía. Al pobre, todos sus amigos lo cargaban el día que yo tenía que llegar, porque ni pegó un ojo. Él fabricaba cajas fuertes en Bilbao y acá lo mismo. Y en uno de esos camiones vino a buscarme.

Rodolfo deduce: - ¡Sos un tesoro, Marina!

M: Ay, cuando nos vimos me mostraba el Obelisco, las calles, todo arriba del camión. Ni bien llegué ya tenía turno con la modista para que me hiciera el vestido para el casamiento de mi hermano: lo habían postergado hasta mi llegada. 

-¿Qué costumbres había en Rusia que aquí no existían?, pregunta Nahuel.

M: -Te voy a decir que en Rusia lo que hacen es tomar vodka porque combate el frío. Y hacía muuucho, unos 40 grados bajo cero. Hay cola en los negocios para comprar vodka y otra para tallarines y todo lo demás.

-¿Te acostumbraste al frío?, pregunta Santi I.

M: -Jamás. Nunca te acostumbras al frío. Cuando íbamos a las fiestas, a la Casa de España para cantar y escuchar canciones españolas, éramos jóvenes y teníamos que presumir y nos poníamos pollera pero se nos ponían las piernas rojas del frío.

Morena cuenta que hay una comida muy rica que hace su papá. Pashka pregunta:

-¿El borsch? Es una sopa a base de remolacha rallada y papa.

Morena dice que prefiere “el Strogonoff: la carne con vino”.

-Ah, ¡eso es para épocas de prosperidad!, se ríe Pashka y Marina con él.

Marina nos muestra fotografías prolijamente pegadas en unos álbumes preciosos y dice: “Todo esto lo armó y lo ordenó Américo, mi marido”, el papá de su hija. Se conocieron en “la Oxígena”, la fábrica de oxígeno hospitalario donde Marina era tornera. Américo falleció hace algunos años. Desde entonces, Marina dejó de vivir en la calle Urquiza, en Capital, para mudarse a la casa de su hija y de su yerno Daniel en Villa Elisa.

De pronto entra un muchacho.

-Ah, –dice Marina–, éste es mi nieto Felipe. ¡Felipito, que cada día estás más alto!, dice la abuela orgullosa con su tono español. Vasco.

De la colonia de niños a la fábrica.

La tapa de la Verdad

Cuando Rusia entra en guerra, muchos de los niños de las colonias ya son jóvenes. Algunos marchan al frente y otros trabajan en las fábricas de retaguardia. Marinka, con su inseparable amiga Luisa, entra en la fábrica de aviones de la ciudad de Sáratov. Entre agosto de 1942 y febrero del 43, con la invasión a la entonces ciudad de Stalingrado (hoy Volgogrado), los españoles son evacuados hacia Moscú donde las amigas ejercen su mismo oficio en una fábrica de cosméticos y luego en otra de cojinetes. Las tarjetas de racionamiento apenas les permitían alimentarse. Tan grande era el hambre que habían vendido el vestido de Marinka para comprar comida y se prestaban el de Luisa para salir. Trabajaban a destajo. Por eso, Marinka se sorprendió cuando esto, además de permitirle duplicar el sueldo, implicó que la eligieran “Mejor Tornera de la Unión Soviética”. Le pusieron una medalla al cuello y su foto junto al torno salió en la tapa del diario Komsomolskaya Pravda, donde además de elogiar su trabajo, contaron su peregrinar. Su historia causó tal impacto que a la semana, la redacción del Pravda se llenó de cartas dirigidas a ella escritas por obreros, niños y niñas, estudiantes universitarios, soldados.

Pashka apunta que pravda quiere decir “la verdad” y que el Komsomolskaya Pravda era el diario de la Juventud Comunista. Traduce del ruso, sorprendido: “Aquí dice que recibía hasta treinta cartas por día”. Y agrega:

-Supe bastante de la República Española porque mi bisabuelo, Anatoly Kuzmieh Chibozof, fue con un cargo similar al de general a pelear por la República hasta España. Y no me sorprende la historia de los españoles en URSS porque conocí algunos ispanski. Sin embargo eran adultos. No sabía de los niños. Tampoco me asombra que Marinka haya sido tornera pues allá hay montones de mujeres torneras. Si no, justamente, que haya sido elegida la mejor del país, porque son tantas... Y aunque allá las mujeres trabajan codo a codo con el hombre, siempre me he preguntado, dónde será más difícil ser mujer o dónde hay más prejuicios con la mujer, si aquí en Argentina o en Rusia. Aún no lo sé.

Marinka escucha y también se queda pensando.

Marina, tercera a la derecha, en la fábrica de cojinetes de Moscú

Marinka por dentro

Rodolfo Luna Almeida escribió Marinka, una rusa niña vasca en tres meses. Es la historia de Marina, la mamá de su amiga Graciela Chiera. La conoce desde hace diez años y desde entonces ha compartido infinidad de sobremesas, atraído por esta mujer firme y dulce que le hablaba en presente de cada detalle que vivió en las dos guerras que partieron su vida. De un tirón, Rodolfo armó doce capítulos con la voz de Marina. Luego lo presentó a la editorial donde había diseñado tapas de libros de otros autores. Porque éste es su primer libro como escritor. Rodolfo es un diseñador exquisito con una experiencia de más de treinta años en haber creado diarios, revistas y noticias para una agencia y muebles para niños.  También fundó un semanario, Villa Elisa y su  gente. Su trabajo siempre ha sido impecable. Y así, con las palabras. Preciso. Profundo. Con un modo de decir poético que invita a confiar en atravesar la historia por más penosa y triste que se presienta, –como cuando estalla una bomba en la fábrica donde trabaja Marina o cuando queda viuda de pronto, a los 26 años–, porque uno como lector entiende en seguida que de cada caída, y detrás de cada lágrima, uno no saldrá desahuciado sino enriquecido. Rodolfo cuenta y se parece mucho a su abrazo que contiene: hay una voz que acompaña, que sabe de las más hondas tristezas pero también sabe salir de ellas. Esa voz nos lleva de la mano y nos alienta a seguir adelante. Al terminar el libro, que puede convertirse en un verdadero viaje interior, esto nos hace más fuertes y mejores. Más humanos. Patricia R.

bottom of page