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Historias
del verde

Conversaciones en el Parque Pereyra

 

Cuatro minutos de
viaje en tren desde
Villa Elisa a la
estación Pereyra. Todos
llevamos botas o calzado
para el barro, porque en los
días anteriores llovió
bastante. Agua para beber,
algo para comer y repelente,
como nos indicaron nuestros
futuros guías por teléfono.
Vamos contentos. Vamos
sentados.
Llegamos al andén. Sin
dudas no nos está
esperando nadie porque el
andén queda vacío.
Caminamos hacia la escuela
“María Teresa”. Vemos un
pilar de luz antiguo. Ya
sabemos que se trata de una
escuela fundada en 1918.
Avanzamos hasta el gran
portón de entrada. Parece
cerrado, pero empujamos…
¡y se abre! Nos sentimos
dentro de un cuento: un
jardín perfecto de pasto
cortito, flores, árboles
cuidados y una construcción
antigua, de techos de tejas y
varios edificios, algunos
conectados con pasadizos de
ventanales y vitreaux.
Entonces escuchamos voces.
Nos quedamos quietos.
Aparece una monja de
hábito azul. Con los ojos
celestes y acento español,
nos explica que está abierto
porque los sábados por la
mañana dan cursos de
herrería, peluquería y
panadería.
Nos despedimos y cuando
cerramos el portón, desde el
otro lado del andén nos
están haciendo señas: son

 

Pedro y Rosana, los
guardaparques del Parque
Pereyra. Ellos son parte del
equipo de seis profesionales
que cuidan más de diez mil
hectáreas de uno de los
parques públicos más
grandes del país. Rosana lo
hace de manera voluntaria
desde hace ocho años
porque, aunque espera su
nombramiento, éste no
llega. Pedro desde chico
hacía campamentos como
boy scout en este parque. Al
crecer, siguió viniendo y
espontáneamente se
acercaba a otros visitantes
para indicarles que lo
cuidaran, que no hicieran
fuego, que no maltrataran a
los árboles. Entonces, de
grande, decidió que no tenía
dudas con su vocación y
estudió durante tres años en
La Plata (más un año de
prácticas) para hacer lo
mismo que hizo desde niño:
cuidar el parque.
Cuando le preguntamos si le
gustaría cuidar parques
patagónicos o litoraleños
contesta que sí, pero que
“por ahora hay mucho que
hacer por acá”. A Rosana la
carrera la enfrentó con
muchos prejuicios. Como
cuando un director de
Parques Nacionales le dijo
que siendo mujer no
consideraba que fuera
posible que avanzara con
sus estudios.
–¿Cómo vas a hacer para
traerme la manguera?, le
preguntó para darle un
ejemplo de su supuesta
incapacidad.

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Rosana ha apagadoincontables pequeños y grandes incendios y serecibió de Guardaparques yBrigadista en incendiosforestales.

Un paraíso en la tierra

 

Pedro tiene la barba larga y
lleva un sombrero y ropa de
color marrón, el uniforme de
guardaparque. Parece un
duende, aunque también
luce como un antiguo
anarquista y luego nos
contará que participó en la
película “Bepo”, de Marcelo
Gálvez (2016) que,
ambientada en la década de
1930, cuenta la historia de
un particular linyera en
Tandil junto a un grupo de
inmigrantes anarquistas.
Rosana lleva un mate y
anteojos de sol. Los dos
tienen los ojos claros y una
sonrisa muy grande.
Pedro nos cuenta algunas
novedades acerca del
Parque: los diputados de la
provincia de Buenos Aires
tienen pendiente tratar un
proyecto de ley que busca entre otras cosas, devolverle
su nombre original: “LosDerechos de la Ancianidad”,con el cual se convirtió enun parque público, en el año1950. Pedro sigue: “Cuandolo derrocaron a Perón, en el 55, pasó a llamarse ParquePereyra Iraola, es decir, elnombre de la familiaperteneciente a la oligarquíaterrateniente que poseíaestas tierras hasta suexpropiación”.,

 

Otro punto
importante del proyecto de
ley es darle un marco
jurídico al funcionamiento
del lugar, cuya
administración se encuentra
repartida entre dos
organismos: el Ministerio de
Agroindustria y el Organismo
Provincial para el Desarrollo
Sostenible (OPDS). “Así
como está, se superponen
funciones. Nosotros
proponemos que sea
administrado sólo por
Agroindustria”, nos aclara.
Nos detenemos antes de
entrar al parque. Hay dos
carteles con letras amarillas.
Uno dice: “Precaución.
Riesgo de caída de árboles”.
El otro afirma que en
invierno no se puede visitar
el parque después de las 17
y, en verano, después de las
19. “Retírese antes de que
oscurezca. No se permite
actividad nocturna”, dice el
cartel. Es difícil, al principio,
entender la restricción,porque habíamos leído –porlas redes sociales, cuandonos preparamos para estaentrevista– que seorganizaban caminatas losdías de luna llena, paraconocer un árbol único queexiste dentro del parque

 

que, por los reflejos de la luzlunar, lo llaman El árbol deCristal. “El Ágathis Alba”,dice Rosana citando sunombre científico, “esoriundo de Malasia y es elúnico en Sudamérica”.Pedro dice: “Ya lo verán ydirán si es posible que seilumine con la luna”. Por otrolado, explican, por lasnoches siempre surge laidea de hacer una fogata yvarias de éstas hanlastimado las raíces del árbolque sobresalen de la tierra.Los incendios son unapreocupación constante.Dice Pedro: “Durante el añotenemos varios focos deincendio y por suerte ahoratenemos equipo devestimenta ignífuga parasalir con un pequeñoaparato individual, quesiempre lo tenemos listoante cualquier urgencia”.Seguimos caminando a unritmo calmo. Estamos enoctubre, hasta ayer llovió yhoy la temperatura esagradable. Uno de los chicosle pregunta:

–¿Qué hace exactamente

un guardaparque?

 

–Para empezar, brindamos
educación ambiental a partir
de una cartelería que no diga
que todo está prohibido, sino
que ayude a entender cómo
conducirse para cuidar y ser
parte del medioambiente.
También hacemos interpretación de flora y
fauna, para ayudar a los
científicos en sus
investigaciones, entre otras
cosas.

La calle por la que
caminamos hacia el árbol de
Cristal era la avenida
principal que conectaba el
casco de la estancia de la
familia Pereyra Iraola con la
estación del tren. Cuando
Pedro venía de chico,
entraban en este camino
dos autos, uno al lado del
otro. Ahora el espacio es
más estrecho: el bosque se
fue comiendo la calle que
tiene restos del asfalto
colocado hace más de
veinte años. Demarcan este
camino una línea de
especies alternadas: cedros
del Líbano –que tienen
raíces gigantes–, álamos
Carolina y palmeras
Washingtonias –que son
“excelsas y robustas”, acota
Pedro.
Excelsa y robusta no son
características de estas
palmeras, sino que son dos
variedades distintas de la
especie Washingtonia. “Qué
buen nombre para dos
personajes femeninos de un
cuento: las hermanas
Robusta y Excelsa”, dice
Belén y nos reímos con su
ocurrencia.
En una segunda línea, hay
una gran cantidad de
cipreses, muchos de ellos,
caídos. Mientras nos
detenemos a mirar la

Un mar de pasto

 

inmensa altura de los
árboles y los árboles caídos
que también son el paisaje
del bosque, Pedro dice: “Don
Pereyra compró un hermoso
pastizal porque su sueño era
criar allí, en ese mar de
pasto, las mejores vacas del
mundo y convertir, a las 200
hectáreas alrededor del
casco de la estancia, en un
gran bosque de bosques en
el que convivieran
ejemplares forestales traídos
de todos los rincones del
planeta”.
Algunos libros cuentan que
en 1850 Simón Pereyra
compró la Estancia “Las
Conchitas”, de
aproximadamente 13 mil
hectáreas, y la nombró
“Estancia San Juan” donde
pensaba desarrollar una
cabaña ganadera. La familia
fue una de las primeras en
introducir vacas productoras
de carne como Shorton,
Aberdeen Angus y Hereford.
De esta última, su hijo
Leonardo Higinio figura,
dentro de los anales de la
Sociedad Rural, como quien
en mayo de 1862 trajo el
primer ejemplar –a quien
bautizó Niágara 213–, de
una raza que se había originado en el condado de
Herefordshire, Inglaterra, en
el siglo XVIII.
Simón muere en 1852 y la
tarea de forestación y
diseño queda a cargo de su
hijo Leonardo Pereyra Iraola
(su mamá se llamaba Ciríaca
Iraola) y un primo, quienes
habían viajado durante dos
años a todo tipo de destinos
buscando árboles. Pedro
aporta: “Trajeron entre 250
y 300 especies: al ligustro lo
trajeron de Asia. Y de
Oceanía, cerca de 50 tipos
de eucaliptus”. Pedro nos
enseña a diferenciar a éstos
últimos, por la flor y fruto. Y también por la temperatura
de su corteza. Sí, todos
tocamos una corteza
rugosa, parecida al corcho,
pero de un color marrón
oscuro: está húmedo y tibio.

 

está frío.
El parque Pereyra ha sido
declarado “Reserva de
Biósfera”, una categoría de
protección a nivel mundial
que da la UNESCO, dentro
de un programa que se
llama “El hombre y la
Biósfera”. Sólo son
considerados así aquellos
lugares naturales donde hay
actividad humana en
armonía con la naturaleza.
Cuando la UNESCO declaró
Reserva de Biósfera al
Parque Pereyra junto a la
reserva de Punta Lara,
también se estableció la
Reserva Binacional de
Biósfera Andino
Norpatagónica, que incluye
en su superficie al Parque
Nacional Lanín y al Nahuel
Huapi, entre otros, y un par
de parques del lado chileno.
Pedro nos explica: “El
Parque Pereyra Iraola es
una reserva de biósfera ‘de
hecho’, pero no ‘en los
papeles’. Esto es lo que
buscamos con el proyecto
de Ley. Pereyra, es un
parque provincial que
funciona como tal desde el
principio, pero no tiene su
reconocimiento oficial.
Entonces es un limbo y
queda expuesto a que el
gobierno nacional, por
ejemplo, a través de
Vialidad, proponga que por
aquí pase una autopista”.
En el parque abundan las
aves, hay entre 250 y 300
especies de palomas,
garzas, chimangos,
caranchos, lechuzas,
halcones y el taguató, también conocido como
“aguilucho caminero”. El
canto de muchas de ellas
nos acompaña todo el
recorrido. También, cada
tanto, el traqueteo muy
lejano del tren.
De pronto, Pedro se detiene
y le pregunta a Felipe:

–¿No sentís un olor
particular?

 

Primero Felipe cree que no.
Luego piensa y dice que
siente un olor raro.
–Como a pis, especifica.
–Exacto. Es el pis de un
zorrito.
Los zorros, gatos monteses,
comadrejas y liebres forman
parte de la variada fauna del
Parque. Rosana también se
detiene en las huellas del
zorro y nos explica:
–Nosotros muchas veces no
vemos al animal, pero
vemos sus rastros: las
huellas o la caca. Acá
tenemos que prestar mucha
atención a nuestro olfato,
como les dice Pedro. Muchos
de los animales viven en los
pastizales, como el gato
montés, y tienen actividad
nocturna. Nosotros sabemos
cuántos son o si tuvieron
cría por sus rastros, pero
rara vez los vemos. Por
ejemplo, el año pasado
vimos un gato montés no
más de tres veces.

Estamos por llegar

 

caminamos. El camino se
abre en tres opciones: hacia
la Virgen (después de la
lluvia queda muy patinoso:
no es recomendable), hacia
adelante y hacia la cantera.
Casi por unanimidad,
elegimos seguir hacia
adelante. Pasamos un
cañaveral, junto al Puesto
2 de la Vucetich.
El sistema hídrico diseñado
para el Parque por los
Pereyra es “alucinante”, dice
Pedro. Tiene lagunas y
lagunitas y arroyos y
arroyitos ideados para que el
agua circulara por todo el
parque. ¡Y siguen
funcionando! Están los
arroyos Carnaval, de Villa
Elisa, el Canal El Negrito, el
Arroyo Pereyra, el Canal
Pereyra y el Arroyo
Baldovinos.
Entonces aparece… ¡la
laguna verde! Con su
superficie toda llena de unas
plantas acuáticas mínimas.
Les dicen “lentejitas” nos
explica Pedro, “y nos
permiten saber hasta dónde
subió el agua”.
Nos detenemos en un
puente con la inscripción en
una plaqueta de bronce que
lee Antonio: “10-3-1873”. No
sabemos qué significa esa
fecha, quizá refiera a algún
acontecimiento familiar de
los Pereyra. 1873 figura
como el año en que se

–¿Y han visto otro tipo
de “apariciones”?,
preguntamos intrigados por los relatos de los
personajes míticos que deambulan por el Parque.

 

–Se cuenta que han
aparecido figuras
extrañas, –dice Pedro, y
enumera los pocos apellidos
de las familias de la
oligarquía que han formado
matrimonios en la zona,
como es el caso de
Leonardo Higinio, que se
casó con su prima hermana
Antonia Iraola y sugiere:
“Tanta endogamia hace que
aparezcan casos de
gigantismo…”. Pedro abre
los ojos y parece que fuera
a contar terribles hechos.
Pero nos deja con la duda:
¿qué mitos encerrará este
parque inmenso?

 

A la hora de caminata nos
cruzamos con varios
ciclistas. Al ratito, aparece
en moto el guardaparque
Manuel.

 

introdujo por primera vez la
acacia blanca (Robinia
pseudoacacia) en la
Argentina, y fue en este
parque; y en ese año
también nació María Luisa,
una de las cinco hermanas
de Leonardo Higinio. Del
otro lado, también había
una inscripción que no se
puede leer, dice Pedro,
porque se cayó al arroyo
hace tres años cuando una
tormenta derribó un arce
muy grande que dio sobre el
puente. La plaqueta decía
con certeza: “9-9-1916”,
dice Pedro, y explica:
“Sabemos que, al cumplirse
los cien años de la
independencia argentina, la
Infanta Isabel de España
vino a Buenos Aires y visitó
este parque. Para entonces
inauguraron este puente
que hoy está hundido”.
La laguna es impresionante.
Da la sensación de ser un
campito de pasto recién
cortado. Pero no podríamos
caminar por allí: es agua
tapizada de vegetación.
Vamos bordeándola con muy resbaladizo y nos
patinamos. En los márgenes
vemos una sequoia. Y si
bajamos la vista, notamos
lentejitas verdes por donde
caminamos, mezcladas con
hojas rojas, las que perdió
el alcanforero.

 

Se detiene asaludar. Habla de variosvecinos de Villa Elisa quecuidan voluntariamente elbosque. Entre los tresenumeran cuáles son lasinstituciones que hay dentrodel Parque: ECAS (Estaciónde Cría de AnimalesSilvestres), IAR (InstitutoArgentino deRadioastronomía), la escuelaprimaria 11 de Berazategui,cruzando el canalBaldovinos; la escuelasecundaria N° 19 PeritoMoreno con orientación enmedio ambiente, la escuelaMaría Teresa, la TécnicaAgraria que tiene jardín,primaria y secundaria; elLiceo policial ComisarioJorge V. Shoó, adentro dela escuela de Formación Policial Juan Vucetich y elVivero Carlos Darwin.

La luz se filtra de maneraespecial entre los árboles.Estamos cerquita unos deotros, pero la iluminaciónhace que nos veamos, pormomentos, como cubiertospor un velo.Nos detenemos a observarun conjunto de cipresescalvos –“el único ciprés quepierde las hojas”, aclaraPedro– que crece dentro dela laguna. Su tronco seensancha en la base: pareceque tuviera polleras. Derepente, Pedro descubre ynos hace notar que hay unanimal durmiendo cerca deuno de los troncos, junto aunas ramas caídas,mimetizado con ellas por sucolor: es un coipo, unroedor parecido a un castor.La mayoría no lo vemos.Con incredulidad, le decimosque esta vez parece que seequivoca. Rosana confía enél. Esperamos. Nos pareceun lugar mágico.Empezamos a hablar en vozbaja. Después de unoscuantos minutos, algo semueve. Sí, es un animal.–¡Es un coipo!, festejamostodos. Pedro sonríe.Estamos tan encantados conla última visión que algunosno nos damos cuenta deque Belén, Felipe y Antonioestán corriendo, porque allíadelante… ya estamos anteel ¡árbol de Cristal!

Es él

 

Llegamos al árbol. Nos
invade la alegría. Dos de
nuestro equipo de
caminantes cuentan que
alguna otra vez lo
intentaron, pero nunca
llegaron. Desistieron y ahora
festejan doblemente.
Antonio es el único que
viene por tercera vez: la
primera vino en andas,
porque aún no caminaba. Pedro y Rosana también
están contentos. Parecen
alegrarse de que hayamos
llegado.
Tocamos y olemos la resina
blanca del gran árbol,
distinta al ámbar de otros.
Vemos sus frutos pequeños y
los ya desarrollados, que
tienen el tamaño de una
palta.

 

Pedro nos explica queeste árbol no se va areproducir porque quedóéste único ejemplar, de lostres que trajeron los primosPereyra. Lo miramos con elcogote doblado. Es muy altoy tiene algo de los baobabsde El Principito, de Antoinede Saint-Exupéry. Rosananos cuenta otra curiosidad:sobre su copa nunca seposan los pájaros. Ignora porqué, pero al rato notamos,con sorpresa, que es cierto.Almorzamos. Hay sánguchesy tarta. Agua y jugo. Todoestá delicioso. Brindamoscontentos. Los adultoshablan eufóricos. Pedrohabla en voz baja con losniños que lo escuchanatentos.

Fin

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