Razones para trepar a un árbol
Subir a un árbol
para buscar una pelota atrapada en el ángulo de dos ramas,
rescatar a un gato que se volvió cobarde a mitad de camino.
Para demostrarle que puedo solo,
para seguir al sol hasta el final de la tarde,
escuchar, en primera fila, el concierto de las loras.
Para ver de cerca el cielo,
para ver lejos mi casa,
para escapar de la siesta,
para asustar al que pasa.
Para que no me mojen las primeras gotas,
desafiar al rayo.
Subir a un árbol, bien alto
y quedarme quieto, deshojar las horas
y olvidarme, por un rato, de lo que pasa
allá
abajo.
Belén C.
Marcos
El día que Jacinta voló
Uuuh, qué lío se armó el día que Jacinta voló, nadie en el pueblo lo podía creer. Fue un día hermoso de primavera, nos habíamos ido a la plaza a jugar, Juancito, Javier, Lilia, Claudia y yo. De pronto se escuchó un gran alboroto, allá cerca del terraplén. ¡Qué confusión! No sabíamos qué estaba pasando… los chicos corrían, las mujeres gritaban, los hombres se llamaban y decían “traigan sogas, traigan sogas”, todos miraban para arriba sorprendidos, asustados espantados… Y nosotros todavía en la plaza, arriba de ombú. ¿Qué pasa? ¿qué pasa?, preguntamos. Nadie nos contestaba.
De pronto, pude ver que una persona que me resultaba conocida pero no podía distinguir bien, venía desesperado, tratando de convencer a los vecinos, que miren bien, que se fijen, que no le hagan daño. Pude verlo bien: era Luisito Berango, el tambero, que gritaba desesperado: ¡No le hagan daño! ¡Es Jacinta! Esa vaca desobediente que de tanto en tanto se me hace la estrella, a veces se enoja, a veces canta y hoy… ¡se le dio por volar!
Sandra L.
Los hombres de nieve
Los hombres de nieve viven en las cumbres más altas. No son peludos. No son abominables. Son de nieve, y rara vez se los ve, porque se camuflan a la perfección: imposible es distinguir si allí hay nieve, un brazo, una rodilla o una oreja.
Los expedicionarios que se han cruzado con ellos, tomaron noticia de su presencia porque los oyeron estornudar y en ocasiones, incluso, gritar - cuando, sin querer, les caminaron por arriba de las cabezas -.
Los hombres de nieve tienen hábitos nocturnos. Rehúyen, lógicamente, del calor del sol; un mecanismo básico de supervivencia. Adoran a la luna, su máxima divinidad: la Madre Luna, sonrisa blanca y cíclica, vientre redondo, gran teta nutricia.
Luciana R.
Las casas de la infancia
Dice Hudson que recordar la infancia es imposible, sólo conservamos pequeñas claridades, el resto se ha esfumado para siempre, el recuerdo es como una visión luminosa para él, son los brillantes colores del ocaso, un paisaje claro que se nos presenta a la vista, una revelación repentina ¿cómo salvarla del olvido?
Ayer visitamos la casa “de los veinticinco ombúes” y bajo la sombra de uno de ellos, las distintas voces, de chicos y grandes, fueron pasando por las páginas de Allá lejos y hace tiempo. Yo no leí a Hudson, vengo a explorar una tierra virgen, nueva para mí.
El lugar parece un remanso, un claro en medio del amontonamiento de la ciudad que acabamos de atravesar. Como llegar a una extensión de tierra y silencio insospechada en su cercanía.
Vamos al encuentro debajo de la sombra de uno de los veinticinco ombúes que aún siguen en pie, su madera es blanda y esponjosa, dice Hudson, y por eso no sirve para leña “a causa de su inutilidad seguramente ha de extinguirse” ¿será igual con los recuerdos?
Esta casita es un mojón en la llanura, es el silencio de una siesta en verano, una mínima elevación en la planicie, unas paredes de barro que resisten desde hace más de doscientos años.
Hay algunas leyendas que se tejen en torno a esta casa, algunos dicen que si la sombra de los ombúes que la rodean la tocan vendrá una tragedia, otra historia que se cuenta a los visitantes es que un negro fue asesinado en uno de sus árboles, el tarumá, y que su espíritu vaga por la casa.
Quizás todas las casas donde hemos vivido nuestra infancia, ese mundo donde hemos visto por primera vez la luz, sean encantadas en nuestra memoria, con sus paisajes y sus fantasmas, el encanto es una magia, un claro rodeado por la bruma.
Cristina B.
La creación de la vaca.
Hola, soy Smoky. Soy un fistro. Soy de la medida de un humano, de color rosado, ojos grandes y tengo grandes ubres. Te contaré mi historia.
Un día estaba yendo tranquilo por ahí y me encontré con algo blanco. Los humanos lo llaman piktura ¿O era pintura? Bueno, algo así… Era de color blanco. Estaba en un pozo. Un borrego me empujó. ¡Tan malvado ese borrego! Me caí y ahora quedé toda blanca. Bueno, dije, caminaré mi camino.
Luego vi un pozo con agua. Estaba bebiendo tranquilamente y el mismo borrego me empujó, me caí y me manché. Quedé toda blanca y con manchas negras, que nunca se salieron.
Un día encontré otro charco con pintura o piktura, como se llame. El mismo borrego me empujó y esta vez tragué pintura o piktura, como se llame. Y más tarde me caí, me cayó una piedra encima, y por mis ubres empezó a salir pintura o piktura, como se llame.
Los humanos me cambiaron el nombre. Ahora me llaman vaca. Nombre extraño, pero ellos me ayudan. Todos los días ellos tratan de sacarme la pintura o piktura. Ellos lo llaman ordeñar. Y también tratan de sacarme la pintura o piktura del cuero, porque me cepillan muy fuerte.
Esa es mi historia.
Nahuel G.
Casi mi muerte
Un día yo fui a la república de los niños. Pasé por muchos juegos y con un amigo estábamos como molestando y una vieja con cara muy arrugada y muy vieja, nos agarró y nos encerró. Mi amigo estaba muy asustado y vimos que venía otra vez la bruja maldita y encerró a la mamá de otro amigo mío con su bebé en brazos y vino la mamá de Samuel y fuimos a su casa y tomamos una rica merienda. A la noche cuando nos acostamos en la cama, escuchamos: Veeengaaannn, que quiero aaalgo de uustedeeees… Cuando mueran pueden darme sus huuuueeeeeesoooosssss… cuando mueraaaaan… no he comido hace mucho tieeeeempoooo. Y nos tapamos y nos dormimos. Al otro día me vinieron a buscar y nunca pude olvidar ese día. Fin.
Antonio G.R.
Marcos